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El Cronista Alí Brett Martínez evoca el recuerdo de Aquella Paraguaná

Emociones que no razones son las que inducen al quehacer microhistórico. Las microhistorias manan normalmente del amor a las raices” asi ilustra González (2010:14) la sensibilidad que aflora en el historiador para dar un toque quizá, de mayor complejidad en la inclusión de métodos y técnicas diversas al estudio temporo-espacial que logra superar las barreras tradicionales del mundo historiográfico. Así encontramos sumido en esta vertiente al cronista de Paraguaná, Alí Brett Martínez, con una prosa que delinea el enigma de las tierras falconianas. Su itinerario intelectual abarca su experiencia por las reivindicaciones laborales en la conocida huelga petrolera de 1936. Entre los años 1953 al 55 es columnista del periódico Médano de Punto Fijo. También fue corresponsal en Paraguaná del diario La Calle, y dos años después en el diario El Nacional. En 1963 aparece en la revista Momento, de 1964 al 67 es redactor de Variedades, el Gallo Pelón, El Venezolano, El Siglo, La Verdad, Diner's y Bohemia, así como en PanoramaCrítica de Maracaibo.
Alí Brett Martínez
Imagen cortesía de
http://letralia.com/ciudad/hernandez/080618.htm

Entre sus obras se menciona con especial querencia Aquella Paraguaná, son páginas que atesoran los orígenes de la población de la Península de Paraguaná y de los personajes que habitaron el territorio, junto a la transformación que sufrió su sociedad durante el siglo XX desde la llegada de las empresas petroleras, perdiendo el carácter colonial que le caracterizaba tras el súbito influjo de extranjeros en la población. El libro que fue editado en dos oportunidades (1971, 1988), de acuerdo con Petit1 abarca los amorosos testimonios que adquieren una particular y mágica dimensión. Un viaje donde nos invita a ser testigos de excepción, para mostrar una realidad en la que narra espontáneamente la vida de un pueblo y que nos permite vivir, fuera de distanciamientos, la Paraguaná que en ese momento existía, sin el punto ni la raya que el progreso con sus hombres fijaría en los mapas de la Paraguaná contemporánea.

Qué mejor homenaje a la obra del notable cronista que traer de vuelta las páginas de Aquella Paraguaná:
I
Paraguaná era Faustino Riera en Adícora; el doctor Otero y el bachiller Peña en Pueblo Nuevo; Salustio y Lulio Sierralta en La Florida; Elicelis Blanco y David García en Jadacaquiva, Diógenes Osorio, de Acaboa, maniático, ilustrado y quijotesco que nos hacía repetir lámpara, lámpara, lámpara, para divertirse luego escuchando paralam, paralam, paralam; Regino Pachano Plaza en su mantuana estancia de Jacuque, orgulloso de sus vínculos familiares con el Mariscal Falcón y con mesoneros de rancio estilo aristocrático; los Hermoso en Isito y La Italia; Genaro Ruiz, Tiolai Alvarez, los Brett y los Irausquín en Los Taques; Hilario Bracho en Amuay y también José María Romero, faculto en medicamentos por su parentesco con el doctor Otero, y Chita Ocando, su esposa, elegida administradora del correo local mediante votación popular; Don Hipérides Ocando, en Jayana y Cumujacoa, purista del idioma hasta el punto de caminar varias leguas para convencer a un porfiado, diccionario en mano, que múcura no es lo mismo que cantimplora; los Ocando y Gerónimo Lugo en La Vela; Esteban Brett, los García y Leónidas Ocando en La Trinidad; Martín Yagua, las Caches y Atanasio Aular en Quitaire; Nanito Pulgar y Eleazar Quintero en Buena Vista; Octaviano Zavala, Antonio Ochoa y Chobo Padilla en Punta Cardón; Modesto López en Moruy; los Naranjos en Yabuquiva; Cristóbal y Francisco Medina en El Cardón; los Cayama en Santa Ana; Teodoro Thielen en las Margaritas; Hilario Villa en La Vaca; Porfirio Pelayo, el de la Libertadora, en El Cayude con aquel inolvidable reloj de piedra; los Iturbe en Cunacho: Amoroso Altuza en Cerro Atravesado; los Puente en Santa Elena; los Aldama en Jayana, y los Thompson en Los Pozos.
Paraguaná también era una casa blanca de cumbrera y camareta para la inercia de una solterona que culpaba de su suerte a la mata de macasar de su patio.
Paraguaná era asimismo alguna vez una casa de campo mirando hacia una escuela a través de un camino por donde iban y venían, de tarde en tarde, enlazados de las manos, una muchacha fragante como rosa recién abierta y un joven atemorizado por los submarinos nazis.
Paraguaná era Pancha Ramirez refiriendo cuentos de muertos y de fantasmas por las noches a la hora de repartir la mazamorra en el patio de la casa familiar mientras pasaban las daras hacia Sariano y Caseto. Una vez que alguien no trajo pescado de la costa, Pancha Ramírez dijo: a que si yo diba tria, que no era otra cosa a que si yo hubiera ido hubiera traído. Contaba también pasajes del refranero español como éste en el cual un cochino y un pájaro -transformado por ella en chuchube- aparecían como protagonistas y que ella relataba, con sonsonete de rezandera así:
Agua que apaga candela – candela que quema palo – palo que mata gato – gato que mata ratón – ratón que agujera pared – pared que sujeta viento – viento que lleva nube – nube que tapa sol – sol que derrite puerco – puerco que patica quebró”.
Paraguaná era Marinchare y Comencho doblados por la miseria y seguidos por un rebaño de perros que se les fueron muriendo de hambre por los caminos.
Paraguaná era el grito del jopeador que venia con los rebaños de vuelta de Paso de León o Pozo de Piedra.
Paraguaná era la banda de música de los Núñez, la mas famosa de la península, tocando en el club de Pueblo Nuevo de donde una vez sacaron a alguien por el “delito” de ser negro. Estúpida y aldeana discriminación producto de un mantuanismo sin sustentación de clases. En Paraguaná se conocen casos de familias que desheredaron a sus hijas por haberse casado con negros.
Paraguaná era una muchacha en espera de un novio que había ido a Maracaibo o Aruba a hacer los cobres para el matrimonio.
Paraguaná era una loca que salía para el monte en los días previos a su parto y regresaba con un hijo en un brazo y un haz de leña en la cabeza.
Paraguaná era el pueblo que tenía como médicos a los curanderos Julio Atacho y Agustín Medina. Atacho vivía en Moruy, siempre cargaba la camisa por fuera, le gustaba el trago y recomendaba remedios botánicos como, por ejemplo, los guarapos de la raspadura del yabo. Medina era más solicitado que Atacho y a la casa donde estaba recetando un paciente siempre llegaban varias personas a buscarlo, para llevarlo a otro lugar. Agustín Medina vivía en Caracagua, siempre andaba en una mula y cargaba un rebaño de perros atrás.
Paraguaná era una mujer que la noche de la boda le hizo un huequito al traje con que fue al lecho nupcial para evitar que el marido le viera el cuerpo. Que distanciados estamos de aquellos tiempos en esta época de mini-faldas y pantalones calientes. Un episodio como éste está relatado en la apasionante novela Cien Años de Soledad del colombiano García Márquez.
Paraguaná era un peón jalando azada de sol a sol por un bolívar diario y la manutención.
Paraguaná era el hombre con la azada en el hombro hacia el conuco, contento porque había caído la anhelada nortada para echar la semilla en el surco.
Paraguaná eran varias muchachas pintadas con carmín de papelito, vestidas de colores chillones caminando por una vereda, rumbo a la casa de un compadre donde había unos valses con el clarinete de Silvestres Lanoy, con la tambora de Mónico Guanipa o con el cornetín de Persides Bracho.
Paraguaná era un joven que envió un telegrama a su papá después de haber recibido un palo en el ojo, en estos términos: Palo echado, ojo afuera, mande anteojo.
Paraguaná era una familia que viajaba hasta cinco leguas a pie con los zapatos en la mano para asistir a una fiesta de Los Taques. Los zapatos en los campos de la península duraban hasta diez años porque la gente se los ponía únicamente en tiempos de fiesta. Se acostumbraba ir en alpargatas hasta las cercanías del lugar de la celebración. Aquí se calzaban los zapatos y escondían las alpargatas en el monte para tomarlas al regreso y hacer lo mismo que a la venida.
Portada del libro Aquella Paraguaná
edición 1971
Paraguaná eran las Oviedo en Buena Vista con su filosofía personal para comunicarse con los criados. A un policía que comía en su casa cuando le ofrecían huevos fritos y leche le decían: “Arrime lo que le cuelga y venga a comer manjar de ano y zumo de entrepiernas”. Al mandar al peón al jaguey a buscar agua para el café con leche ordenaban: “Muchacho, toma el madero hueco y vete a la profundidad a coger el líquido cristalino para hacer el blanco oscuro”. Para decirle al criado que tomara la escopeta y matara el gavilán comedor de pollos, le explicaban: “Coge la estrepitosa y corre a matar el rapi-rapi que no le deja pío-pío a la cloc-cloc.
Paraguaná era Cayetano Otero que media sus monedas con las de los demás para demostrar que las suyas eran más grandes. El mismo que ponía a descansar su carro debajo de un cují después de regresar de un largo viaje, como se hace con las bestias. Alababa las dimensiones de su casa y decía que ésta era tan grande, pero tan grande, que gritaban Cayetano en la cocina y el eco repetía: Caaayetaaanooo. Sólo las oes se oían en la sala, las demás letras se quedaban en los recovecos de la distancia, según la fantasía del personaje.
Paraguaná era un viejo que tapaba los caminos de los alrededores de su casa para evitar que los carros de los enamorados de sus hijas llegaran.
Paraguaná era un gallero desconfiado que al vender los huevos de sus gallinas de raza los pasaba por agua caliente o los traspasaba con una aguja para que nadie cogiera crías de sus animales.
Paraguaná era un lugar cuya gente consideraba que Fulano estaba corriendo tierra porque se había ido para Cumarebo. Era aquí asimismo donde decían Maracay de tierra, como si existiesen dos ciudades con este mismo nombre.
Paraguaná era un pueblo donde su gente caminaba cinco y más leguas en busca de una cucaracha para destriparla y freirla como medicamento contra el dolor de oído. Conocemos el caso concreto de uno que anduvo diez kilómetros a medianoche en solicitud de uno de estos insectos. Las tripas del animal las freian con aceite de comer y después la introducían en el oído al enfermo. Para estos dolores acostumbraban también cocinar el excremento del conejo.
Paraguaná era el balbuceo del chivato en los corrales en tiempos de frescura y rifazón. Animal que casi habla al declararsele a la cabra, a la cual le ofrece hasta camisón en su lenguaje fácilmente descifrable. Los más entendidos y suspicaces aseguran que el chivato en el acoso a la cabra le pide sexo por su nombre.
Paraguaná es el pueblo donde uno pregunta por un enfermo y le responden: está aliviaíto. Lo mismo que preguntarle, ¿cuándo viniste?, y ¿cuándo te vas?, a quien acaba de llegar.
Paraguaná es ahora un grupo de mujeres jugando canasta todo el día en un campo petrolero; las que se levantan en la tarde sorprendidas al ver su nivada colorama porque están comprometidas en la organización del baby-shower de Súsan Camber, quien antes de vivir en el Senior Staff se llamaba Susana Cambero.
Paraguaná es un lugar tan moderno ahora que cuando uno pregunta por un amigo en una casa de las urbanizaciones petroleras, la señora responde: él está en el aire. Uno piensa que el amigo ha ingresado a una escuela de aviación, o por lo menos que es un radioaficionado. Decir en un campo petrolero de Punto Fijo, Fulano está en el aire, significa que está en el cuarto del aire acondicionado.
Paraguaná es una casa de pretiles, con un tanque, un corral de chivos, un cují debajo del cual está amarrado un burro, y más allá otro cují donde en tiempos de frescura está montado cincho con un queso “encargado de por empleado de la Chel que se lo va a llevar a su compadre, un doctor que vive en Caracas”.
Y es así mismo la península un hombre del pueblo que busca desesperadamente por las playas una hueva de lisa para regalarsela al médico que se portó muy bien cuando la operación de su señora.
Paraguaná es el chuchube columpiando su canto a las tres de la tarde desde los copos del cují mientras “el viento de las vacas” bate el chinchorro de los que sestean en los corredores.
Paraguaná es una mujer de manos encantadoras haciendo muñecas de trapo con recortes de cretona.
Paraguaná es el cují jorobado por el viento; es el chiguare convertido en la peluca del médano que termina donde comienza la fulgurante e interminable salineta.
Paraguaná es un camino con cruces que recuerdan a los que murieron de hambre el año 12 o a los que fallecieron tupidos con semeruco.
En Paraguaná era frecuente la gente que se tupía con semeruco. A los tapados acostumbraban a meterle una paleta por el recto y posteriormente le daban un purgante de aceite para que expulsaran las semillas.
Paraguaná es el aguacero echando banderitas amarillas para anunciar las lluvias que tanto regocijan al conuquero. En la península cuando llueve se acostumbra a pedir albricias, es como pedir recompensa cariñosa a un padre por darle la buena nueva del nacimiento de su primer hijo.
Paraguaná era un pueblo donde el padre de familia le examinaba las manos al pretendiente de su hija antes de arreglar el compromiso. El aspirante con callos en las manos tenía ventaja sobre los demás, pues con ello demostraba su condición de “hombre de trabajo”, cualidad de primer orden para la gente de esta tierra.

Referencia Bibliográfica.

Brett-Martínez Alí (1971). Aquella Paraguaná. Ed. Adaro: Caracas

González Luis. (2010). Microhistoria y Ciencias Sociales. Historia Regional. Siete ensayos sobre teoría y método. Tropykos: Caracas

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